EL SUEÑO DE CATALINA

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En los momentos en los que el día aparentaba una mayor tranquilidad, Fabián Sforza sacándose del bolsillo izquierdo de la arrugada chaqueta una pitillera de plata, se encendía el único cigarrillo que se venía permitiendo desde los últimos veinticinco años. Era Fabián hombre de costumbres e ideas fijas, cabezota según aquellos que del trato con él se llevaron más de un disgusto, intentando ingenuos bajo su buen y propio criterio, hacerle entrar en entendederas, _pasar por el aro; decía él, y él por el aro no pasaba. _Que no era un león de circo, un perrito faldero de esos que mueven el rabo y agachan las orejas. _Y los atizas y toda la selva se queda en vacío, toda la holgura en menudencia; y dicho esto, uno ya sabía que de Fabián Sforza no iba a sacar nada más. A Catalina Sforza hacía tiempo que venía a rondarle una idea, aparecida a la noche, con los primeros rayos del alba, los mismos rayos que le anunciaban el cotidiano quehacer de los eternos cuidados al servicio del tío Fabián, el completo organismo onírico creado en su cabeza se desvanecía sin remedio, dejándole a cambio una inapacible sensación de angustia que ella solo acertaba a atribuir al desánimo, a la rutinaria aspereza de la interminable canción del impávido minutero, y es que Catalina nunca se acordaba de sus sueños.

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Situémonos ahora en la siguiente escena, el tío Fabián sentado, repantingado más bien entre mullidos cojines en el butacón que recibe todo el calor del mediodía. Es un hombre bajito, de piernas y brazos cortos y rechonchos, como todo él. Es de piel oscura y está cubierto de grueso y duro vello que le sale de gran parte del cuerpo, incluso se le pueden encontrar algunos pelillos en las palmas de las manos. Lleva la redonda cabeza afeitada, pero se la cubre siempre con un bonete verde oliva, que siente que junto al recortado bigotito le otorga un ejemplarizante aire marcial. Ha llegado no ha mucho de la Casa de Juntas donde con su particular aplomo, ha puesto de relieve las fallas de sus convecinos, y en este momento, pasea lentos, solemnes por la sala, los diminutos y hundidos ojillos de hurón. Aquí de macizo y pulido roble, la repleta librería de lujosos volúmenes encuadernados en piel. Arriba los clásicos de Grecia y Roma, el total de lo que la modernidad ha rescatado, y junto con estos, o bajo estos ocupando los estantes inmediatamente inferiores se encuentran espléndidas reproducciones de cualquier códice conocido de la Edad Media, y si seguimos el orden descendente podríamos ver como ahora ven los ojillos de Fabián Sforza, cientos de obras maestras comprendidas desde el siglo diecisiete hasta el siglo veinte. Es sobremanera desmedido al solazarse en el exterior de ese, le gusta llamar arca de la sabiduría, pero lo es aún en mayor medida y es en extremo, injusta medida por cuanto no debiera existir como tal, y de hecho así es menos en la cabeza del tío Fabián, cuando se sumerge, ensimismado hasta el punto de vizquear, entre las líneas no leídas, entre los párrafos nunca vistos, entre las tapas jamás abiertas. Luego de salirse de tan complaciente y febril estado, recorrido el electrificado cuerpo de punta a punta por la dulzura de la posterior resaca, toma en cuenta que todavía Catalina no le ha dado el aviso para la comida, -Esa vaga de Catalina-. Pero antes antes de que pueda empezar a largar pestes contra la ingrata sobrina, se le aviene la imagen de una enorme cazuela de codillo, y es que había olvidado el almuerzo al que incó buen diente tras acabar en la Casa de Juntas. El recuerdo del codillo le regresa al hipnótico trance anterior y su regordeta mano revuelve diestra dentro del bolsillo izquierdo de la chaqueta del traje azul, de donde de la pitillera de plata, extrae con celo un cigarrillo en un gesto mil veces ensayado. Coloca este en el húmedo hueco siempre entreabierto de sus gordezuelos y amoratados labios, y se ladea entonces un poquito para alcanzarse el pesado encendedor con el que corona la errática mesilla, la misma que hubo comprado creída marfil en aquella ocasión en que estando enfermo de gravedad, próximo a la muerte aunque el estúpido del doctor se negase a admitirlo, aún se sobrepuso y acudió a la maldita subasta benéfica anual. Fabián Sforza tiene agarrado el encendedor, el cigarrillo empujado desde las vértebras de la columna le va al encuentro, pero, al acercar el dedo pulgar de la mano derecha para darle el giro a la rosca, dejaremos en suspenso la escena. Hace rato que Catalina observa, la joven es la antítesis de su tío. Menudita, delicada, luminosa. Los grandes ojos cristalinos de Catalina no advierten en el hombre que yace despatarrado, estrábico él, y sí, quizá sea un hilillo de baba eso que asoma a un lado de la boca, la despótica tiranía que desprende y de la que hace un uso amargo y atroz. Ella escucha, acata y cumple sin contravenir jamás la voluntad del tío. No se cuestiona el derecho a una propia, a una propia e íntima individualidad, a una vida propia. Está a punto de volverse hacia la cocina pues conoce del inviolable cigarro, y es en el instante justo en el que la orden de giro quedaba impresa en el cerebro de Fabián, cuando con el chasquido del mechero siente Catalina que algo le estalla dentro de la mente, creando un espacio vacío, igual a los sueños.

3

El primer síntoma al cual el tío Fabián le dio importancia, fue en realidad el conjunto de unos y apenas perceptibles cambios, que al irse sumando acabaron por avocarse a una pérdida absoluta de control, el suyo. Indiferente al proceder de Catalina, por estar este mecanizado, automatizado en extremo, contando muchas horas de sudor y doctrina, el bueno de Fabián no consideraba el ejercer por superflua e innecesaria una férrea vigilancia sobre su sobrina. -Yo a la muchacha le doy libertad-, se jactaba capcioso, de libertario entre los amigotes. Por eso no pudo notar, al no prestar la necesaria atención, cuando la muchacha comenzó a obsequiar con leves toques en forma de cintas de color, a la hasta entonces por entero gris vestimenta. Ni cuando al servirle puntual el té o el café, o lo que se le antojase ese día, Catalina lo hacía con un suave pero audible canturreo asomado a los labios. Tampoco se fijó aunque difícil fuera esto, porque nunca entraba en la habitación, de donde Catalina había empezado a desenterrar de los armarios y de los cajones de la cómoda, los viejos objetos a los que después de tantos años empezaba a identificar con un uso concreto. Así, tras haber recogido en una experiencia para ella nueva, y excitante, y deliciosa, montañas de flores, las diseminó con cuidado por toda la casa en los antiguos floreros rescatados al olvido. Así, habiéndose perfumado con unas gotas extraídas de uno de aquellos frasquitos tan parecidos a la magia, así, Fabián Sforza de repente, un día cualquiera, sobresaltado percibió con miedo, con estupor, la felicidad de Catalina.

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El final de esta historia es de sobra conocido, bajo aparente inocencia el mal vuelve a campar a sus anchas. Desde el asesinato de Fabián Sforza, los guardianes de las puertas aún siguen, enconados en la búsqueda por encontrar a un digno carcelero, a alguien capaz de sujetar la sonrisa del demonio, que danza esparciendo muerte y destrucción escondido tras ese rostro de niña buena.

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